El camino de la simplicidad


Muchas veces nos tentamos y nos da por pontificar. Así, sí, eso es, hacia allá, y qué sé yo cuántas otras aseveraciones que huelen a definitivo. El escritor pontífice señala con su dedo índice el camino correcto. Aquellos que se aparten serán excomulgados, porque inclusive las tierras no religiosas como la literatura tienen sus santos y sus devotos, sus Pilatos y sus Judas, en fin, forman parte de una religión. Ahora bien, las religiones ligan pero, no dan posibilidad de elección. Escribir es sobre todo elegir, y con esto desligarse para re-ligarse. La descripción que puede ejercerse a través de un texto es precisamente la acción del escritor que se desliga. En este punto convoquemos a la imaginación: estamos ante una escena que transcurre en una habitación. Una mujer y un hombre acostados en la cama. Quien decida a favor de la simplicidad observará la situación e intentará escribir con escasos recursos, basándose en la economía de palabras, una textualidad de efectos mayores. Con lo mínimo, lo máximo. Escasez y efectividad se dan la mano porque simplifican la trama que los lectores mediante sus miradas pueden complejizar. Se trata de implicar no de complicar, el camino de la simplicidad amplía y enriquece los puntos de fuga personales, no reduce ni adelgaza la perspectiva del otro.

He leído a Raymond Carver una y otra vez, y nunca me ha producido lo mismo. Sus historias se ciñen a la mínima expresión de lo cotidiano, en donde detalles absurdos y repeticiones de acciones, gestos o palabras, alimentan lo que se cuenta. Más aún, sucede que deja de importar lo que se cuenta e interesa el cómo se cuenta. Uno como lector se despega del relato, siguiendo al escritor que se ha desligado, y se siente parte del mismo, en un diálogo directo con los personajes. Ya no preocupa hacia dónde van los hechos o cómo se resolverá tal o cual entripado, estamos “ocupados”, protagonizando la página. Los libros de Carver son un “happening”, un suceder que se detona a partir de datos y personajes simples, comunes, ordinarios. Todo está sucediendo y el acceso es fácil, tan fácil como difícil es escribirlo. Nada está digerido, el banquete está servido y estamos invitados, sin restricciones, ni pomposas formalidades, sin presentación, sin carta. Cada palabra que sale a nuestro paso es una prueba de utilidad literaria; si está ahí es porque dice mucho más y mejor que otras en conjunto. Palabras que sugieren desde lo mínimo; lo económico como premisa de la imaginación. Sus “short stories” nunca terminan, siempre están girando, dando vueltas, caminando alrededor de lo indecible, o mejor, de lo que se puede decir y nadie sabe cómo. Pueden prolongarse indefinidamente en la cabeza del lector, y en ocasiones con la desorientación a cuestas que lo llevará a preguntarse: ¿Ha ocurrido algo? Descubrimos así la virtud de la literatura escrita con tinta común: el secreto se encuentra en la recepción. El escritor no es lo importante; vale lo escrito atravesando el umbral de quien lo lea, dejándose adueñar, traducir, completar, reescribir.
Quizá los relatos carvereanos no comiencen en ninguna parte y sea mérito del ojo atento darles un inicio. Lo cierto es que las cosas se pueden decir de miles de maneras y que algunos eligen la complicidad de la simpleza.
Gabriel Penner

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