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Aplauso automático



Cada vez que escribo una obra de teatro comienzo a imaginar teorías que se atraviesan en la trama y buscan una especie de diálogo con el futuro público. Algo similar me ocurre cuando soy expectador, estoy sentado en mi butaca y no paro de pensar conceptos que se yuxtaponen a lo que estoy observando en ese momento, en medio de la función. Probablemente sea un mal dramaturgo y un pésimo receptor, para no hablar de otros frentes en los que soy incorregible. Pero, -y este texto está para sostener el "pero"-, me interesa compartir la hipótesis que plantea que el aplauso es un automatismo, un acto construido culturalmente, lo que en terminología de Max Weber uno de los pioneros de la sociología moderna sería una forma de "acción social de tipo tradicional" apoyada en costumbres, desarrollada a partir de hábitos. El público en tanto sujeto colectivo presente aplaude como corolario del espectáculo, operando un cierre de la obra y esa acción cimentada en tradiciones expresa un acuerdo tácito, constituyendo un código que pone fin al tiempo ritual del teatro. La temporalidad teatral desemboca en el aplauso final. Esa instancia automática, -podría seguir arguyendo la petit teoría-, clausura la reflexión sobre el acontecimiento teatral priorizando una especie de premio o recompensa que los espectadores le brindan masivamente a los que han realizado el espectáculo. De este modo el aplauso produce un efecto narcótico en donde los intervinientes del "convivio" se relacionan desde la emocionalidad. Podríamos estar pensando en un "aplauso tradición" que se presenta como una homogeneización de la experiencia escénica. La función del aplauso o el "aplauso funcional" sería la homologación de lo visto otorgando una premiación percusiva. El ruido como valoración del trabajo artístico. Puede arriesgarse que la idea de aplauso involucra una especie de ética del consenso para evaluar automáticamente la performance artística. No puede plantearse una postergación ante lo vivido, hay que dejar establecida inmediatamente una opinión, que probablemente está condicionada por la cercanía de los cuerpos efervescentes que se encuentran alrededor. El aplauso es un ya que conduce a la aprobación. No puede haber dudas, no se puede meditar, dejar para más adelante. ¡Autómatas de la reacción! No hay lugar para las disidencias ni los disidentes. No puede existir un público insumiso. Y entonces cabe indagar sobre una filosofía que intente desenmascarar el automatismo autoritario del aplauso. Esta perspectiva está plasmada en el diálogo entre los personajes Piotr y Dimitri de mi obra teatral "Estepa" (Madre Rusia). Estos dos hombres se encuentran en medio de un desierto frío y a medida que se van conociendo descubren sus habilidades personales y sus carencias. El centro de la idea que estoy exponiendo se expresa en el siguiente intercambio:

Dimitri: (Irónico) ¿Y dónde quedó su público actor-cazador?
Piotr: Mi presa anda suelta por ahí, la huelo, he visto su huella en la nieve.
Dimitri: ¿Y qué hace aquí sentado casi sin fuego? ¿Acaso ha perdido el instinto?
Piotr: El cazador es paciente amigo, juega con la desesperación. No se deja llevar, lo único que le sobra es tiempo. Está hecho de paciencia.


Y más adelante siguen dialogando:

Dimitri: ¡Ve amigo, no me equivoqué tanto! ¡Piotr el sacerdote-actor! ¿Por qué no reza algo? Pídale a su estómago unos parlamentos. Haga teatro de la plegaria.
Piotr: ¿Rezar? ¿Yo? ¿A quién?
Dimitri: A dios, por ejemplo. ¿O acaso dios no escucha las entrañas?
Piotr: ¡Qué dice hombre! ¡Dios es como el público, exige pero no da! Está en todos lados, pero no se deja ver. Además, nunca está cuando uno lo necesita.
Dimitri: ¿Dios o el público?
Piotr: La misma moneda que nunca cae. Hay que vivir sin su consentimiento.
Dimitri: ¿Cómo? ¿Y el aplauso? ¿Qué es el aplauso?
Piotr: (Aplaude) El aplauso es un automatismo, una costumbre sin reflexión. Prefiero el silencio. Mis mejores hazañas terminaron con un silencio rotundo.

En la última frase del personaje Piotr se introduce la variable del silencio como respuesta poderosa y contundente de los espectadores opuesta al automatismo de las palmas de las manos que se chocan. El acto de silencio como operación oficiante, como praxis embebida en reflexividad. Nada más rotundo y profundo que una reflexión silenciosa sobre lo incapturable del teatro. ¿Acaso podemos imaginar un teatro sin aplauso, un teatro en donde no exista una reacción inmediata? ¿Acaso podemos entregarnos al silencio, o a una sonrisa u otro tipo de acción o gestualidad cuando los protagonistas saludan? Se nos presenta de este modo un desafío para todos aquellos que hacemos y recibimos teatro: ¿Cómo enfrentar la estocada final de una pieza? ¿Cómo resolver la finalización de una relación ritual sin quedar atrapados en parámetros preestablecidos, heredados o instalados por formatos históricos culturales? Muchas preguntas para pensar una hipótesis flaca. Probemos respuestas cuando nos encontremos en la sala.

Gabriel Penner