Comienzo esta intervención con un desvío. Ese desvío es la imagen que provee Jacques Derrida en un bello texto en donde se ve observado por su gato cuando sale desnudo de bañarse. Les sugiero zambullirse en la textualidad de "El animal que luego estoy si(gui)endo" para pensar la relación con lo animal o la otredad animal. Escribe el filósofo cuando inicia su conferencia:"Desde hace tanto tiempo ¿podemos decir que el animal nos mira?¿Qué animal? El otro. A menudo me pregunto, para ver, quién soy; y quién soy en el momento en que, sorprendido desnudo, en silencio, por la mirada de un animal, por ejemplo, los ojos de un gato, tengo dificultad, sí, dificultad en superar una incomodidad". Más allá de dicho episodio entendido como una "escena en la vida de las relaciones" que sirve para comprendernos, el excursus que me dispongo a escribir en este mismo momento, sí, el que está sucediendo ahora, nació a partir de un intercambio óptico sensitivo con Circe, una gata gris que me acompaña hace algunos años y me ayuda a pensar, y sobre todo a vivir. Recuerdo exactamente el momento de el "cruce de miradas" que se transformó en un suave chispazo que devino en poesía y un poco más tarde en canción. Y se me dirá: ¿qué tiene que ver Circe con el director de cine Béla Tarr? Y la respuesta está teñida de color, tiene color, la da un color: el gris o mejor aún todos los grises. El trabajo estético de las filmaciones de este creador húngaro está sostenido a mi modo de ver en los grises que delimitan la existencia. Sí, mi argumento es que hay un gris Béla Tarr, así como existen los grises de luces y de mar, los grises semovientes, caminantes, coreográficos, existe una paleta de grises acuñada por la cámara magistral de Tarr y que va hilvanando una obra particular, única, irremplazable, ineludible. Aquí recurro a "otro Jacques", el mismísimo Jacques Ranciere y su perspectiva en el libro "Béla Tarr. Después del final" en donde plantea algunas cuestiones centrales del trabajo fílmico. Veamos: hay en las películas de Tarr una búsqueda estética marcada por la repetición como leimotiv existencial, se podría argumentar que estamos frente a la misma película siempre, una y otra vez, con variaciones, pero el relato es un dispositivo de repetición, aún más un dispositivo de teatralidad llevado al cine en donde emerge lo que se puede denominar la "narración-silencio" y esto está enmarcado en un ojo blanco y negro que transita todas sus producciones menos una titulada "Almanaque de otoño", que es en color. Pero ese modus operandi está conducido por un todo gris que consolida una ética basada en un "materialismo radical". Y todo este gris, estos grises, están dominados por lo que Ranciere titula "El imperio de la lluvia" en donde los largos planos secuencias orquestados por Béla Tarr producen originales contra-movimientos en donde las cosas del mundo van hacia los personajes. Esto lo podemos registrar sobre todo en obras como "La condena", "Satantango", "Las armonías de Werckmeinster" o "El caballo de Turín". En palabras de Ranciere: "...construyó un sistema coherente, poniendo en práctica procedimientos formales que constituyen un estilo propiamente dicho en el sentido flaubertiano del término: "una manera absoluta de ver", una visión del mundo que se vuelve creación de un mundo sensible autónomo". Y entonces nos asomamos a una ventana gris en donde el tiempo transcurre materialmente y los personajes son, están ahí acosados por el clima y los objetos en un tiempo después del final. Imposible evitar perderse en esa experiencia artística.
Gabriel Penner