Supongamos
que la hoja, o la pantalla, o el cuaderno, es un desierto. Lo más contundente
del desierto es la soledad y el silencio. La
poesía, cualquiera sea su forma, sea escrita,
rumiada, escupida, es ese intento por documentar el silencio desde la palabra.
El trabajo del egipcio Edmond Jabés es un potente ejemplo digno de ser
observado. Dice en la entrevista-libro realizada por Marcel Cohen: “Tal vez, efectivamente, fuera necesario el
éxodo, el exilio, para que la palabra privada de toda palabra –y desde entonces
enfrentada al silencio– adquiriese su verdadera dimensión. Palabra donde ya
nada habla y que, por estar totalmente liberada, se hace profundamente nuestra;
al igual que solo somos verdaderamene nosotros mismos en lo más árido de
nuestra soledad.” La utopía del poeta es despalabrarse, perder
la palabra, llegar a la mudez escritutaria,
para quedarse sin signos o “ensilenciarse”. En el desierto, en los
páramos desérticos o en los espacios metafóricos que la vida nos presenta es en
donde se puede documentar el silencio. En este contexto es legítimo pensar que
toda palabra mutila ya sea al que la emite como al que la escucha, extiéndase
esto al escritor y al lector. Palabras que cercenan a otras palabras, que
acribillan imágenes, músicas y etcéteras. Y sin embargo la palabra insiste,
cobra potencia en la impotencia, o como
lo plantea Jabés: “La palabra tiene
permiso de residencia únicamente en el silencio de las demás palabras.”
Aquí
me permito señalar y recomendar con vehemencia toda la obra del cineasta
coreano Kim Ki Duk como un gran homenaje al silencio a partir de una poética
cruel en donde los protagonistas están deslenguados.
Y todo es un poema que no se
dice.
“Del desierto al libro” de Editorial Trotta
Gabriel Penner