La Poeta Pez

 Hace muchas, pero muchas vidas, conocí a una poeta en un encuentro de la lengua. No sé por qué estoy relatando esto, pero me animo porque quizás la conozcan o se crucen con ella u otros de su especie. No es elegante dar nombres, porque alguien me dijo alguna vez que “la poesía no tiene nombres” y tiene razón. Sería interesante desterrar el egocentrismo poético apuntando a lo que ya se dijo, “la desaparición del autor” entendido como individuo moderno que se instala en la búsqueda del prestigio y esas cosas que el pequeño-gran Roland Barthes se encargó de plantear para repensar el acto de escribir y el placer de leer. Y sobre todo exiliar a la “ego-poesía”, esa “escritura del yo-yo" que a muchos y muchas come desde dentro. La obra es lo importante, es lo que supera al nombre, la que lo hace olvidar. ¿Qué es un autor? se pregunta  y nos extiende el interrogante Michel Foucault. Autor en tanto obra, en tanto muerte.Y quizás haya que acercarse a Mallarmé y su concepción de que el lenguaje nos habla, nos habita, es la lengua la que dice y calla, la lengua actuante, la lengua que performa con actos que perforan.Somos hablados, escritos, dichos, somos “desautorizados”. Me desvié, pero esa es la lógica de todo excursus, una especie de despliegue desviado, una insistencia que se pierde y regresa. La primera persona que se masturba con su vida sobre el papel o la pantalla, con lápices o teclas, o simplemente en modo grabación. Sí, ahora se escribe con la voz. Regreso al ruedo: resulta que “la poeta pez”, así la vamos a llamar para generar un código, (se ríen, no, ya la identificaron) me preguntó si se podía sentar para compartir la mesa del bar mientras esperábamos para asistir a una conferencia, le dije que sí, el lugar estaba repleto, entonces ocupó la silla y dejó sobre la mesa una carpeta negra, oscura. Pidió una cerveza mientras yo sorbía café colombiano purísimo. Podría ser que haya sido en Bogotá, no sé, o en Cali, o mucho más lejos y frío, en Alaska, sí, rumbo al Ártico. No es importante, porque las coordenadas en este caso no hacen a la cuestión. Ella, la poeta pez, hizo una visión panorámica, lenta y elegante desde su timidez, escrutó la fauna del lugar y al volver sus ojos se clavaron en mí y luego en la carpeta. Voy a leer, me dijo. Y yo dije, ¿ahora? Su respuesta fue una ráfaga de palabras autoficcionales que iban de las hojas de la carpeta a su boca, su respiración era branquial, no paraba, no fingía, seguramente no había leído a Fernando Pessoa, no se había enterado que “el poeta es un fingidor”, una línea tras otra desnudaban su autobiografía rota, nadaba en sus pasiones inconclusas, sus ojos gelatinosos ya no veían, estaba extasiada con su vida escrita, con sus peleas inútiles, con sus amantes insípidos, con su ego trip. Y de pronto, en medio de ese remolino, la vi saltar y abriendo la boca enorme mordió la carnada, la carne encarnada en el anzuelo. La poeta pez como cualquiera de su calaña, de su estirpe, dejó de leer, dejó de escribir, puede decirse que murió.

Gabriel Penner


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