Asumir la escritura es un acto contradictorio. Por una parte reconocemos la existencia de una lengua que nos captura, una trama cultural que nos impone ciertos "objetos del decir y del pensar"; a su vez, rastreamos la percepción de un desamparo textual, una lengua mutilada en proceso de exterminio que nos sugiere un paisaje desértico, la orfandad inexorable del que escribe. Pero si nos situamos en el péndulo del devenir, y leemos y escuchamos el corpus de lo cotidiano podremos entrever que la lengua ausente está sumergida, agazapada en el tejido intersubjetivo. Debajo de las aguas remanidas y teñidas de laxitud está esperando al rescate de los signos de las prácticas eclipsadas. Es por eso que nos enfrentamos a un “mas allá” o si se quiere a un “más acá” cuando elegimos el oficio de las palabras, un arte que puede volverse subcutáneo y lateral, y decididamente a contrapelo de las tendencias estáticas. No es anacrónico montarse sobre ráfagas voraces y exhalar asperezas a las corrientes termales de la cultura de masas y del consumo voraz. Escribir desde esta perspectiva es una enfermedad terminal que apunta a la radicalización de la existencia, a tomar partido por la incomodidad moviéndonos por las grietas de las relaciones lingüísticas, desentrañando fisuras en los códigos dominantes. El giro de la mirada gramsciana nos conduce la atención hacia las "relaciones de fuerzas" que incumben a la palabra, a la totalidad en tanto "hegemonía linguística". Viene así a la memoria el dicho popular que me decía mi nona Teresa: “cuando mangi combatti con la morte”. En el contexto que nos importa podría traducirse: “cuando se escribe se combate con la muerte”. El escritor desempolvando restos, emprendiendo una tarea arqueológica en el mismísimo presente literario. Confeccionando un “liber” mudable, rompiendo el núcleo de la actualidad para generar las premisas de un arte inactual, extemporáneo, anticultural. Se trata de "constituirse en tormenta y no en piloto" amenazando la calma de la superficie en el intento, -quizá eternamente fallido-, de quebrar la sustancia de la moda. Ser delatores en estos tiempos no es poca cosa, traicionar la continuidad de la filosofía y de las letras, sin transacción posible con el culto al presentismo para gritar las paradojas que se instalan en el universo sociocultural. Es así que regresando desde la muerte, una y otra vez como Adorno y Benjamín, consigamos la posibilidad de generar un arte corrosivo, una poética de la incomodidad, un intento de desmantelamiento del decurso de lo vivo en la pura actualidad del lenguaje, la necesidad propiamente humana de extirpar lo consolidado, en definitiva, una operación destructiva de los lugares comunes que asfixian a los lectores. No siempre lo vivo estimula el desarrollo de la vida literaria, podríamos pensar en un punto de partida en donde lo dejado de lado, lo oculto, aquello que fue negado, es lo que vigoriza el deseo de escribir. Del otro lado o de este está la alienación en tanto alineación con el entretenimiento.
Gabriel Penner