Coitus interruptus




El ritmo es el modo de fijar/deslizar la palabra, es el riesgo de intervenir el espacio de la hoja. Detención/aceleración de los cuerpos silábicos, es lo disruptivo. Esos cortes inesperados, voluptuosos, esas cicatrices en el aire constituyen el poema, la música que le es propia. La poesía entonces es despedazamiento, un gesto desmembrado, un coitus interruptus lírico.
Como sostiene Michel Leiris hay que concebir a la palabra como sustancia viva o de manera spinoziana un organismo que busca perseverar en sí mismo. La palabra en estado de connatus, una pasión, un impulso que intensifica su ser. De ahí que el poema deviene como partitura que se subleva y que demanda un intérprete-ejecutante, y de este modo el ritmo requiere complicidad de lectura, es decir, teatralidad. Cuerpo y palabra en estrépito, abrupto deleite, un atentado contra la momificación. El poema es escritura en estado de incomodidad: cuando un trazo, una palabra, un fraseo, un motivo, un tema, se acomoda, ya no hay poesía, hay una mecánica, un dispositivo serial, una facilidad.
Me remito a la experiencia del libro del filósofo-poeta cordobés Oscar Del Barco titulado “Partitura” en donde el ritmo asociado a lo espacial cobra una dimensión extraordinaria. Palabras que son notas diseminadas en un pentagrama invisible que van configurando una costura, un zurcido, una cadencia, en definitiva, un derrotero de musicalidad. El ritmo conduce a un poema impertinente, audaz, osado. El significado cabalga y estalla en una dialéctica inacabada.
Nietzsche con su martillo en “Humano demasiado humano” afirma: “el poeta conduce triunfalmente sus ideas sobre el carro del ritmo, porque éstas no son capaces de ir a pié”
La poesía es idiorítmica, procura su propia respiración, inventa su movimiento, se recorta, se perturba, se pervierte, es socavamiento, es el discurso in/te/rrum/pi/do.
                         
Gabriel Penner

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