Elogio de la mentira (La verdad enajena)


Es conocido el refrán que sintetiza que "la mentira tiene patas cortas" y en consecuencia nunca llega muy lejos. Ahora bien, en esta oportunidad vengo a dar cuenta del aliento perdurable y el recorrido de largo alcance que puede poseer la práctica del mentir. Considero que es interminable la lista de “mentirosos” que dejaron su impronta en la literatura del mundo entero. Por citar un ejemplo cercano, tomemos a Borges: sus textos están plagados de citas y datos apócrifos, sus palabras transitan entrelazadas por la lógica del artificio, pergeñando historias que desnudan la perfección de un mecanismo de relojería. Borges miente y edifica laberintos en los cuales los lectores quedan atrapados; personajes y atmósferas insuflados por el hálito de lo no develado. Mentira y secreto conformando las paredes del relato. Y aparece la imagen de un falso mercader que va tejiendo la trama huyendo de las revelaciones verdaderas. De regreso al meollo, si intentáramos dibujar el trayecto de una “escritura verdadera”, en donde el cemento de la historia es la verdad, sin duda deberíamos trazar una línea recta, sin sobresaltos; en cambio, el dibujo de la mentira hecha escritura estaría representado por infinitos vericuetos, marchas y contramarchas, en fin, como instancia mínima la oblicuidad de un trazo nos mostraría el engaño literario. Vayamos al caso de una autobiografía. Si nos presentáramos sin argucias estaríamos escribiendo en la mayoría de las oportunidades textos monocordes, lindantes con la llanura del aburrimiento. Por otro lado, si deslizáramos nuestra vidas sobre ruedas investidas de mentiras podríamos sumergir a los lectores en aguas diferentes. La mentira siempre produce alternativas, alteraciones, alteridad. Se trata de ficcionalizar la vida, de crear un argumento o situaciones falsas o ficticias para luego desde esa trinchera disfrutar de la multiplicidad de las lecturas. La ficción, y cuando digo ficción me refiero sin ambiguedades a la mentira mentada por el escritor, nos permite desorientar al lector y posibilitar el juego. Involucrarlo, conducirlo hacia la entraña del relato y dejarlo vivir o sobrevivir allí, adentro. Sí, la imagen de la mentira puede ser corta, pero sin lugar a equívocos, también es ancha y profunda. Esta idea puede sustentarse desde los dos recursos retóricos más utilizados: la metáfora y la metonimia. La primera enarbola la operación de la semejanza, “dice” mediante la comparación, brinda profundidad a la mentira, el texto se sustituye para instituirse, produciéndose de esta forma una condensación, se diferencia para crear. También la metonimia genera reemplazo de una palabra o idea por otras, pero en este caso auxiliada por la proximidad. La mentira del lenguaje metonímico es contigua y su soporte es el desplazamiento (desplaza/miento), es por eso que designo como ancho a dicho recurso. Desplazo y miento. En ambos casos, el artificio sobrevuela el texto, hacia la hondura o el horizonte. Quizá, pueda tener interés la exposición de lo personal: una noche, harto de la gastritis y las entrevistas laborales, me inventé como mentira. Me dije: “Soy escritor”. Ese artilugio me permitió “mudarme”, recrearme, ser otro. A partir de ese momento tuve otro nombre, otros días, otras parcelas de infierno. Y fui mentira y salí a la calle y y dije que escribía para luego escribir y todos mis conocidos me desconocieron y comencé a ser para todos el escritor y mi engaño gustó y publiqué mi primer libro, siempre mintiendo, y aquellos que lo leían, decían: “Este es Ud.”. Fue entonces que me ofrecieron coordinar unos cursos sobre cómo escribir y mi verbo fue engañar. Descubrí que mis excursiones por la mentira recibían adeptos y que podía decir las cosas mediante subterfugios, y me instalé de ese modo en la parodia. Es así, que me enfrenté al hecho que la gente estaba más preocupada por captar el revés de la trama que por la trama misma. El arte de artificio se sostiene en la incredulidad; el crédulo siempre presta oídos a los pasos verídicos, se ocupa de encontrar, no de buscar. La búsqueda está teñida de irrealidades porque es inaprehensible, es inesencial, o para expresarlo de otro modo, existencial. La verdad pretende la corporización, aspira a la materialidad lisa y llana, a la univocidad de lo que está en juego en el orden de la palabra; de allí proviene “llamar a las cosas por su nombre”. Amigos míos, las cosas no tienen nombres, los nombres tienen cosas. Nombrar es multiplicar los sentidos y las mentiras constituyen la polisemia de la creación escrita. La palabra “mentira” se transforma: es sustantivo, es adjetivo, es verbo. Digámoslo así: la ficción como sujeto, calidad y acción. ¿Cómo se conjuga la verdad? ¿Cuál es su verbo?¡Imposible! Nietzsche lo sabía y lo postuló a golpes de martillo: la verdad es ajena a los hombres. Brindo por él y escribo: la verdad enajena a los hombres...y a los escritores. Pobre de aquellos que traducen con linealidad los hechos del mundo, que sólo trabajan de mostradores, muebles sin inventiva. Estoy viendo a Lacan prologándose a sí mismo, escribiéndose para reírse, y después fumarse un puro. Lo veo, lo escucho desde la voz de su pluma que susurra: “el lenguaje es un engaño, hecho el lenguaje, hecha la trampa, la aprehensión de la verdad es imposible, los hombres dicen y se alejan montados en metáforas y metonimias”. Y la carcajada negra se hace interminable, porque la verdad se sustrae al lenguaje y nace lo diverso, la diversión de la mentira, la otra versión, la subversión. El imperio de lo arificioso nos expone ante la finitud y la incompletud, nos perturba pervirtiendo la estructura cotidiana del sentido común; trastorna, nos vuelve fantasmas de la incertidumbre y corrompe las certezas básicas anquilosadas.Y así vamos, envueltos y revueltos, plagiándonos, dobles de vida, detrás de quién sabe qué, en guardia o en vanguardia, afilando mentiras. Si llegáramos a cruzarnos en las veredas del futuro, les pediría que no opinen sobre este excursus, pues sabré que están mintiendo... y como escribió alguna vez el gran Fernando Pessoa, el poeta es un fingidor.

Gabriel Penner

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